Un espejismo mal diseñado
Un espejismo mal diseñado
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Un espejismo mal diseñado

Lizandro Samuel
2015-05-04 07:16:17
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Una crónica sobre el día en el que el Deportivo Táchira se coronó campeón del Clausura 2015, en el Olímpico y frente a un Caracas que estuvo a segundos de ser campeón

—¡Epa!, ¡wujuuuuu!, ¡están pasando por la boca del lobo!

Los gritos van hacia Karla Guevara y tres chicas más. A Karla se le adjudica el epíteto de “la señora del fútbol”, debido a que es jugadora del primer equipo femenino del Caracas F.c, en donde destacan sus facciones maduras sobre los rostros veinteañeros del resto de sus compañeras.

—¡No se preocupen, nosotros somos caballeros!, ¡no somos como ustedes, que nos tiran piedras y buscan coñazos! ¡Nosotros somos caballeros!

Karla pasa caminando rápido, sus labios dibujan un “Menos mal” ante la última aseveración. Tras de ella, en fila, la suceden dos chicas con rostros adolescentes y una niña. Las cuatro llevan franelas del Caracas. Están pasando por el mural de cerámica Conductores de Venezuela, obra de Pedró León Zapata, que colinda con la entrada a la Universidad Central de Venezuela. Frente al mural se van reuniendo hinchas del Táchira, quienes más tarde accederán a la Grada Norte del Estadio Olímpico de la UCV mediante una entrada especial que van a habilitar para mantenerlos alejados de los hinchas del Caracas. Tres hombres son los que le gritan a Karla y compañía. Llevan franelas aurinegras.

—¡No joda, apuesto a que por lo menos la chiquitica se la tira de y que barra brava –exclama uno de los hombres, dirigiéndose a los otros dos–, y pone en Facebook: mato gochos y tal! ¡Es que todos son igualitos!

El marcado acento andino se apodera de esa zona. Cada vez llegan más coterráneos, los cuales son aplaudidos. Hay desde niños de unos nueve años, hasta señores canosos. La variedad se repite en las chicas. Los cantos aparecen. Desde la parte de arriba del puente que une a Plaza Venezuela con la entrada a la UCV, pasa un carro del cual guindan banderas del Caracas. Tiene escrito en el vidrio trasero “Caracas campeón”. Las manos de tres chicas, y un hombre que conduce, se asoman por las ventanas: muestran el dedo medio mientras gritan “¡Viva Caracas, hijos de puta!” Los hinchas aurinegros responden con insultos. Luego, vuelven a cantar. La escena, en un día cualquiera, prometería golpes, piedras y sangre. Hoy no: ambos polos de la concentración aurinegra están resguardados por un grupo de GNB. Si algo es normal hoy, día del último partido del Torneo Clausura 2015, es ver a policías hasta dentro del Metro.

“¡Huy!, ¡mira, mira!, ¿y ese poco de militares que hay ahí? ¡Aquí va a pasar algo!”, el acento caraqueño de la señora en cuestión denota la costumbre capitalina a la tragedia. “No se preocupe, señora, esos policías están ahí por el partido de fútbol”, le dice alguien. “Ah, gracias”, responde la señora que a la distancia ve como un grupo de militares resguarda a un grupo de franelas amarillas y negras que crece de apoco.

Se escucha con fuerza: “Y de nuevo en la tribuna siempre estamos/ Como siempre te venimos alentar/ Yo no vivo de copas ni resultados/ Vengo por la camiseta y nada más”. Falta poco más de tres horas para que inicie el Caracas vs. Táchira en el que uno de los dos se coronará campeón del Clausura.

Si no es normal ver tal cantidad de policías, y tan lejos del estadio, en un domingo cualquiera de fútbol, mucho menos lo es la gran afluencia de gente; y más aún, la gran afluencia de hinchas cuando todavía faltan horas para el pitazo inicial.

Desde más o menos el mediodía, el corazón de Caracas, el Metro, se encuentra expulsando y transportando glóbulos rojos. Las arterias por las que deben transitar hacia el Olímpico son el puente de Zona Rental, para los que vayan a Gradas; y la estación del Metro Ciudad Universitaria, para los que vayan a Tribuna. En ambos extremos se forma una larga cola. En el medio de ambos, la Plaza los Estadios, en la cual se encuentran todas las entradas para el Olímpico y el Universitario –el estadio de béisbol–, simula un laberinto con varias restricciones. Un cercado interno, colocado para la ocasión, delimita las zonas de acceso, los lugares para caminar y permite ubicar diversas alcabalas.

“Dale, dale, ¡déjenos pasar!”, los brazos de los hinchas que hacen fila para entrar a Tribuna se alzan. En algún momento, un moreno en bermudas, con cabello rasta hasta los glúteos y franela del Rojo, se para sobre un muro y se sostiene de un poste. Balbucea una mezcla de quejidos e improperios. “¡Bájate de ahí, payaso!”, le gritan el resto de los hinchas. A los pocos segundos, la policía permite el acceso.

El Deportivo La Guaira está ganando 3-1 a Tucanes de Amazonas en el entretiempo. Se juega en el Olímpico y es el último partido del equipo de Leo González en el Clausura 2015. Es sábado, un día antes de que en ese mismo estadio se dispute el clásico del fútbol venezolano, el cual coronará campeón a Caracas o a Táchira. Debido a tal evento, en el césped se ven algunos parches y las cabinas de transmisión están siendo reparadas. Como postal antagónica a lo que se espera para el día de mañana, el estadio está vacío. Las Gradas ni hace falta que las abran, como sucede en todos los partidos de La Guaira. En la Tribuna Principal, basta ponerse de pie para detallar a todo el público. La mayoría es gente de fútbol. Por ejemplo, se ve a Franklin Paky Lucena sentado en su lugar habitual del VIP. También está con su compañero habitual: un chamo de tez tostada, barba y estructura ósea parecida a la de Paky. Así es el fútbol venezolano: a la mayoría de los equipos, en la mayoría de los partidos, solo van a verlos la familia y amigos de los futbolistas.

“¿Vas a venir mañana?”, la escena reúne a tres tipos cerca de los baños de la Tribuna. El interpelado se encoje de hombros: “No conseguí entradas. Ayer fui a El Recreo, y estaba la tienda cerrada y un poco de tipos gritando: ‘Véndenos, mamawevo’. Esperé como una hora a ver si abrían y nada. Después me fui pal’coño”, “¿Y cómo vas a hacer?”, “No sé, ¡afuera me estaban revendiendo una entrada en 1.000 bolívares!”, “¿¡Qué!?”, “Sí, chamo, 1.000 bolívares. Y la entrada cuesta como 200 bolos”, “¡No vale! ¿1.000 bolívares por ver esa caimanera?, ¡estás loco!; o sea, ¿¡1.000 bolívares por ver al Caracas de Saragó y al Táchira de Daniel Farías!? Por favor…”

“Qué se queden con sus asientos. No, no, qué se lo quede. O sea, yo no me voy a sentar al lado de esa chusma. ¿Ah? Sí, sí. ¡Claro!, esos asientos son míos. Ajá. Pero, ¿y cómo hago?” Falta menos de una hora para que arranque el Caracas vs. Táchira. Menos de una hora y las escaleras de las Gradas se empiezan a borrar. O a pintar de rojo, más bien. El ambiente se parece al del 2009, la mejor época del Caracas. El estadio está literalmente lleno. La Grada Norte, en donde se ubican los hinchas del Táchira, se llena de apoco. Hay un roce con algunos policías, debido a que estos no permiten que los hinchas aurinegros cuelguen sus trapos. Una barrera de policías se arma en la pista atlética, frente a la Grada Norte. Otra se construye en la parte baja de la misma, face to face con los hinchas. La seguridad, hoy, es lo que se necesitaba, por ejemplo, el 10/11/2014, en Acarigua, cuando Roberto Vidoza –hincha de Lara– muriera en medio de enfrentamientos entre las barras del Portuguesa y del Deportivo Lara. Hoy, en el Olímpico, parece que la violencia no estará invitada. Al menos no a gran escala, porque hace unos segundos una chama le tiró un vaso con refresco a una señora gorda, de ropa ajustada y cabello hasta el borde de las nalgas. La señora reclamaba su puesto, el que dice su entrada que le toca. La chama no quiso cedérselo y ahora es calmada por quien parece ser el novio y por una amiga.

Melisa, digámosle Melisa, a quien le vertieron refresco, es una recurrente en cada partido del Caracas. Siempre se sienta en esa zona de la Tribuna, en la frontera derecha del VIP. Ahí también se encuentra un gordo alto, moreno, de voz cavernosa. Está con un flaco de ojos saltones, una chama de cintura de gimnasio y mucha silicona en los senos, y otras cinco personas más: dos chamos y dos chamas. Al menos El Gordo, El Flaco y La Flaca son recurrentes en el Olímpico.

La Flaca le dice a Melisa que se apertreche entre ellos. “Es que ando con la mamá de Eduardo, y no la puedo dejar por ahí”, responde.

Se refiere a la mamá de Eduardo Saragó, quien acostumbra sentarse por esos alrededores, debido a que queda enfrente de la banca en la que se encuentra su hijo. La señora se muestra taciturna, se deja guiar. Los jugadores calientan y en el estadio es fácil identificar a los recurrentes: por allí se ve a Paky, con su mismo compañero. Al margen de los que siempre están, el caos se convierte en invitado pues, si bien las sillas en Tribuna están numeradas, nadie está en su asiento. Melisa se queda distante de quien le echara un vaso de refresco. La mamá de Saragó, cuando ya los jugadores están en los camerinos, logra sentarse en donde le corresponde. Se ubica junto a una chica de cabello largo y amarillo que forma parte del Team Saragó. Eduardo sale a la cancha, ve hacia la Tribuna y busca, ansioso, a su madre. No la encuentra, aunque esta le hace señas junto a la chica. Uno de sus asistentes lo toma del hombro y le señala dónde están. Eduardo saluda. Su mamá saluda y sonríe. Los jugadores están en el túnel. “¡Poropopo, poropopo, el que no salte es tachirense maricón!”, el Olímpico vibra.

“Miren cómo los hijos de puta irrespetan el himno. Ellos no son Venezuela. Ellos no son venezolanos, por eso siguen cantando. Qué hijos de puta”, un hincha con la gorra para atrás filma a la barra del Táchira mientras esta sigue cantando y saltando pese a que el Gloria al Bravo Pueblo suena por los parlantes.

Luego de los himnos vienen las respectivas fotos, y empieza el engaño. Para dejar una postal contra la violencia, los jugadores de ambos equipos se mezclan entre ellos, en un acto insulso, y se procede a tomar una foto con una de esas pancartas que repudian las agresiones. Una escena que tuviera verdadero valor si se hiciera después de los cotejos: luego de que los jugadores se enfrentaran entre patadas e insultos.

“¡Mariquito, digo, Maestrico!”, El Gordo arranca su buylling hacia los jugadores del Táchira al mismo tiempo que arranca el partido. “Marico, hay que tener cuidado con Gelmin, juega burda”, dice un chamo que está al lado de El Flaco. “¿Quién?”, pregunta este último. “Gelmin”, “Nah, ese es una plasta”, “Coño, y también está Yohandry y Maestrico y el Zurdo, que la viene rompiendo”, “¡No vale, puras plastas!”, “Mari…”, “Marico, si no juegan en el Caracas son plastas. ¿A qué equipo le vas tú?”

Y una de esas plastas, César Maestrico González, clava el primer gol. Corre a celebrar con su barra. La aúpa, la incita a cantar. Lo hace casi del mismo modo que alguna vez, antes de tener el currículo que hoy tiene, lo hiciese con la hinchada del Rojo.

En la cancha, ambos equipos se regalan espacios. Se retratan: defienden cerca de su área, alargan el equipo y son muy verticales. El medio campo es como una estación de transferencia del Metro, nadie se queda ahí. Puro trámite. Acaso Táchira, por plantilla, se ve un poco mejor: las asociaciones cortas entre Maestrico, Zurdo y Yohandry, desequilibran. Esto no lo notan la mayoría de los hinchas. En Venezuela, la cultura futbolística es poca. El Gordo, un recurrente en todos los juegos, no sabe qué equipos clasificaron a Pre libertadores: “Chamo, ¿y cómo La Guaira se quedó por fuera?”

Pese a que la mayor parte del estadio es rojo, de vez en cuando se escucha de forma clara y potente los gritos de la Norte. Los hinchas aurinegros pueden ser campeones y actúan en función a tal posibilidad, aunque el silencio se abre paso entre ellos cuando Felix Cásseres iguala el marcador. “Marico, Félix… de tanto putearlo, por fin”, exclama aquel que tratase, hace un rato, de enumerar las virtudes del Táchira. Y es que ya ha mostrado su descontento con Cásseres. Y lo sigue haciendo, porque en el resto del primer tiempo el partido está muy abierto: cualquiera de los dos lo puede ganar. Llegadas de lado y lado. Ninguno de los equipos defiende bien. La impotencia de los hinchas del Rojo los lleva a insultar cada uno a un jugador diferente. El Gordo se mete con Baroja, El Flaco con Cádiz, el otro con Cásseres, y así van… Nunca falta el que diga algo contra Di Giorgi. Pocos, o nadie, alza la voz contra Saragó. Quizá porque su mamá está cerca. Quizá porque es tan carismático e inteligente que ha sabido manipular a los hinchas y a la prensa para que hablen de todo menos de lo estrictamente futbolístico.

En el estadio, al margen de los recurrentes, están los que nunca están: alguno de esos periodistas famosísimos que siempre opinan y nunca van al estadio. También los fanáticos que solo aparecen cuando el equipo puede salir campeón. Por eso, y con las escaleras congestionadas, pararse de su puesto, en el descanso, sin tener a nadie que lo cuide, es regalar el asiento. Y resulta curioso observar a la distancia, en la Plaza los Estadios, cuantas franelas del Caracas corren de un lado a otro. Algo pasa. O eso parece. En la Grada Sur se aglomeran muchos barristas en la entrada, como si trataran de salir. Si hay violencia, es fuera del estadio. Las cámaras de televisión no la captan, como tampoco captaron algunos incidentes previos. Quizá pequeños, en relación a lo que podría suceder, pero incidentes al fin. El cuadro que se muestra al mundo sigue medianamente impecable, al menos por hoy. El plan se está cumpliendo a cabalidad: diseñar un espejismo de lo que no es el fútbol venezolano.

Pero el mismo va a tener una falla.

En el segundo tiempo, Táchira regala espacios. Tal como tantas veces lo hiciese Caracas en el Clausura, en el Apertura y la temporada anterior. El empate favorece al equipo de Daniel Farías y, pese a tener más recursos individuales, se resguarda en su campo. Cuando recupera los balones, el arco de Baroja le queda lejísimos.

“Me hace feliz/ verte ganar/ yyyyyyy… matar al Aurinegro”, los canticos continúan. Caracas ataca como casi nunca lo hizo en el torneo, salvo cuando, como ahora, le era urgente. A diez minutos para que se acabe el partido, el grito de gol retumba. La banca del Caracas se pone de pie. Gol de Edder Farías.

Los hinchas rojos le piden a sus rivales que “les mamen el wevo”. ¿El argumento usado? Son Caracas. Táchira también lo había sido, metido en su cancha regalando espacios. Ahora Caracas es Caracas, se mete en su cancha y cede terreno. Se calcan y se copian. Son el espejo uno del otro. “Ahora sí métanse atrás, defiendan con todo”, dicen algunos hinchas. Saragó los entrenó bien. Táchira genera ocasiones. Durante diez minutos, el empate parece posible. ¿Por qué no buscó, entonces, antes la victoria? Quién sabe. Cuatro minutos de agregado. Saragó le pide aliento a la Tribuna. De espaldas a él, su equipo se desordena. Llega el cuarto minuto de agregado. Se presupone que se avecina la última jugada del partido. El estadio está de pie. El balón va hacia el área de Caracas. Un cabezazo. Gol de Wilker Ángel. Gol de Táchira. 2-2. Saragó baja la cabeza y se dirige a su asiento. Todos los jugadores del Caracas bajan la cabeza. Es una coreografía: ni ensayándose los movimientos resultarían tan coordinados. En la Tribuna y casi toda la Grada un grito estuvo a punto de salir de la garganta y se ahogó. Ahora la gente se desploma. Cerca de El Gordo más de uno parece a punto de llorar. La mamá de Saragó mira, inalterable, la cancha. Nunca varió mucho su semblante. Solo sonrió y aplaudió de pie durante los dos goles de Caracas. Ahora permanece sentada. El grito de gol que se escucha viene de la Norte. Los jugadores del Táchira salen a celebrar. La mayoría lo hace provocando a la Tribuna. Parecen decir –con cierta hipocresía, claro– que el fútbol no se gana con gritos sino con juego.

Se pone la pelota en la mitad de la cancha. Saca Caracas. Suenan los tres pitazos.

La mayoría del estadio parece que está en un funeral. Hay lágrimas en la Tribuna y en la cancha. Los jugadores del Caracas desaparecen, aunque más adelante Baroja, Miky y Andreutti saldrán a felicitar a los campeones y a aplaudir a su hinchada. La celebración de los jugadores de Táchira es acorde a la ocasión. La de la hinchada también. “¿¡Y dónde están!?,/ ¿¡y dónde están!?,/ ¡los hijoe’putas que nos iban a ganar!”, se escucha en medio del velorio. En la zona mixta, se oye una pregunta: “¿Será que hoy también Saragó le echa la culpa a los árbitros?” También salta un comentario: “No joda, por fin Daniel Farías con esa plantilla hace algo”.

En la semana, uno de esos famosos periodistas que nunca va al estadio, opinó que un Caracas vs. Táchira definiendo el título maquillaría al fútbol venezolano. Cada año, como cuidando su reputación ante la FVF, le busca las cinco patas al gato para tratar de justificar lo injustificable. La verdad, esta vez, la pegó del poste: el cuadro mostrado por televisión es un espejismo. Pero un espejismo defectuoso: porque pese a que la organización es lo que nunca ha sido, el desarrollo del partido fue del mismo nivel que toda la temporada, en la cual se ha visto quizá el nivel de juego más bajo en muchos años.

Tras recibir la copa en la mitad de cancha, Gelmin Rivas la agarra y pretende irse hacia la grada Norte. Sus compañeros lo llaman. “Todavía no”, le gritan. Entre varios sostienen el trofeo y van a mostrárselo a la barra del Caracas. Van a la grada Sur. Pasean el trofeo cantando “Campeones, campeones”. La barra del Caracas, entre insultos y potes que lanza, tarda unos segundo en ponerse de acuerdo para cantar: “¡Tachirense!, ¡yo te cojo!,/ ¡vas a morir cagando rojo!/ “¡Tachirense!, ¡yo te cojo!,/ ¡vas a morir cagando rojo!” Cuando el canto se escucha con más fuerza en el ya casi vacío Olímpico, frente a ellos, en la Norte, los jugadores del Táchira ponen la copa frente a su barra y se entregan a la celebración de sus hinchas.

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